martes, 2 de julio de 2019

Günther Anders, "El piloto de Hiroshima. Más allá de los límites de la conciencia" [1962]


"En 1.959 un hombre llamado Claude Eatherly, roto y desesperado, lleva ya seis años recluido en un hospital psiquiátrico de alta seguridad del Pentágono tratado por 'trastornos edípicos y sentimiento de culpa'. Internado y liberado muchas veces desde 1950, este hombre ha perdido toda esperanza, no sólo de reintegrarse a la vida normal de sus contemporáneos, sino incluso -y mucho más grave- de comprender exactamente la hechura de su problema. En 1945, de regreso del frente, Eatherly había evitado los homenajes de sus conciudadanos y se había encerrado tímidamente en su casa, agitado por un malestar incomprensible que ni siquiera su mujer, que lo había esperado con impaciencia y recibido con alborozo, pudo soportar. En 1947, ya divorciado, sin lazos que lo vincularan al optimista ajetreo de su país, decide emigrar a Canadá, a donde lo acompaña su angustia y de donde regresa un año más tarde sin haber conseguido librarse ella. En 1950, Eatherly se declara vencido y alquila una habitación en un pequeño hotel de Nueva Orleans; ingiere varias cajas de somníferos, se tiende en la cama y por un momento siente el alivio de dejar atrás el tormento que lleva dentro. Salvado en el último momento, su inestabilidad mental alternará desde entonces las tentativas renovadas de suicidio con extrañas iniciativas de todo punto incomprensibles: manda una y otra vez, por ejemplo, cartas compungidas a Japón con algunos dólares incluidos en los sobres. A partir de 1953, emprende una singular carrera de delincuente. Eatherly, en efecto, entra en un comercio o en una farmacia armado de una pistola que luego se descubrirá de juguete, encañona al cajero y le conmina a depositar la recaudación en una bolsa de papel; luego sale tranquilamente, con una cierta parsimonia exhibicionista, deja la pistola y el botín en la puerta y se deja prender por la policía. Cada vez que hace una cosa así, es conducido al hospital militar de Waco, donde los psiquiatras describen muy científicamente su caso: 'Paciente completamente enajenado de la realidad. Miedos, crecientes conflictos internos, pérdida de los sentimientos, ideas fijas'.
Pero, ¿quién es este incurable perturbado de nombre Claude Eatherly? ¿Por qué las autoridades de los EEUU no lo tratan como a un vulgar ratero y lo meten en la cárcel? ¿Por qué este empeño en 'curarlo'? Pues bien: Claude Eatherly era el piloto estadounidense que el 6 de agosto de 1945, después de analizar las condiciones atmosféricas sobre el cielo de Japón, escogió Hiroshima para que el Enola Gay, a los mandos del coronel Thibbets, arrojara la primera bomba atómica. Eatherly contempló desde el aire el hongo místico de la explosión y quizás se abandonó un instante al placer estético de esta catedral de humo; después, de vuelta a la base, supo que su acción había derretido a 200.000 japoneses en apenas cinco minutos. El coronel Thibetts, entrevistado más tarde por un periódico estadounidense, declaró: 'No tengo remordimientos. Se me dijo -como se ordena a un soldado- que hiciese una cierta cosa y yo la hice. Y no me habléis del número de las personas muertas. Yo no quería que muriese nadie. Miremos de frente la realidad: cuando se combate, se combate para vencer, usando todos los medios a nuestra disposición. No me plantea el más mínimo problema moral: hice lo que se me había ordenado y en las mismas condiciones volvería a hacerlo'. Thibbets fue homenajeado, felicitado, condecorado y sus compatriotas le hicieron sentirse orgulloso de su acción; era el 'normal'. Claude Eatherly, en cambio, se sintió mal; y como no se podía encarcelar a un héroe de guerra sin que el gobierno y la sociedad estadounidense se viesen obligados a enfrentarse a su propia responsabilidad, fue recluido en el hospital militar de Waco, de donde escapó en 1961 para desaparecer -¿a la manera quizás argentina o chilena?- sin dejar rastro. Fue recluido, es decir, no por haber matado a 200.000 personas en cinco minutos sino por no haber sido capaz de 'superarlo'. Mientras él solicitaba una y otra vez 'la gracia del castigo', sus compatriotas le castigaban precisamente declarándolo irresponsable de sus actos; estaba loco: se sentía culpable."

(Santiago Alba Rico, "El mundo en guerra: consideraciones sobre el derecho a la normalidad", 2004.)

En la correspondencia que Günther Anders mantuvo con Claude Ethearly, de 1959 a 1961, mientras Claude permanecía recluido en el hospital psiquiátrico, el filósofo polaco ejemplifica, a partir de la desazón del piloto, cómo la técnica ha traído la posibilidad de que seamos inocentemente culpables, cómo el desarrollo técnico ha abierto un abismo entre aquello que podemos hacer y aquello que podemos representarnos. Anders consideraba consolador para el sentido de responsabilidad humano que Eatherly no pudiera superar su situación, que el desarrollo de su imaginación moral sobre las consecuencias de sus actos le indujera a una locura desasosegante, resultado de una culpa inasible y difusa para la que no encontraba la gracia del castigo: no podía considerarse salubre reaccionar sensatamente a semejante acontecimiento catastrófico cuando se era parte activa de su desencadenamiento, 'precisamente porque lo hizo podemos ver en usted, y únicamente en usted, qué nos habría sucedido de haber estado en su lugar, o de vernos algún día en su lugar'. Eatherly era un símbolo del porvenir. En una de sus cartas, le confiesa a Anders,
'Para la mayoría, mi rebelión contra la guerra es una forma de locura. Pero no hubiese podido encontrar otra manera de explicar a los hombres que una guerra atómica no solo trae consigo destrucción física, sino que también desmoraliza al ser humano. Me da completamente igual qué piensen los hombres de mi moralidad si de esta forma puedo causarles perplejidad y lograr que comprendan que no pueden volver a hacerse esto a sí mismos, ni a sus hijos.'

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