jueves, 14 de enero de 2021

Meléndez Valdés, "Discursos forenses" II [1802]

La mayoría de los escritores ilustrados patrios promovieron con sus plumas la cruzada contra las huestes mendicantes que merodeaban por el ruedo ibérico en el siglo XVIII: Feijóo, Forner, Jovellanos, Meléndez Valdés. La vagancia era una rémora para la construcción del Estado absolutista dieciochesco, una lacra para el desarrollo de la economía política y por tanto para el progreso de la felicidad común; el nomadismo pordiosero era el origen de toda la depravación moral y frecuentemente conducía al crimen y al engaño como forma de vida. Urgía que el Estado corrigiera la nociva ociosidad de los mendigos profesionales. El discurso forense de Meléndez Valdés se sitúa en el albor del siglo XIX, tiene por título "Fragmentos de un discurso sobre la mendiguez" y fue "Dirigido a un Ministro en el año de 1802 desde la ciudad de Zamora, con ocasión de darle gracias por haber conseguido de él una orden para que fueran admitidos en aquel Hospicio diez niños desvalidos que había recogido el autor". En él, además de agradecer al ministro Godoy la reclusión de los niños, Meléndez Valdés pretendía resaltar la importancia social de semejante acción: los hospicios generales, lejos de la mera labor caritativa, tenían que orientarse hacia la educación y el aprendizaje de un oficio, estaban llamados a convertirse en central institución de conversión de pordioseros en vasallos laboriosos, disciplinados y virtuosos. Así retrataba el escritor extremeño la peligrosa corrupción de los mendigos vocacionales, 


"No pueden concebirse por un alma honesta, ni por más que se diga ponderarse bien el envilecimiento, la torpe corrupción, el olvido de todos los deberes, el embrutecimiento en fin en que esta clase de hombres vive generalmente. Sin patria, sin residencia fija, sin consideración ni miramiento alguno, sin freno de ninguna autoridad, mudando de domicilio según su antojo, y en la más completa libertad, o más bien insubordinación e independencia, ni son vecinos de pueblo alguno, ni súbditos de ninguna autoridad, ni profesan la religión sino en el nombre, ni conocen párroco propio que los instruya en ella, ni nunca en fin se los verá en un templo oyendo una misa, ni en una devoción. Su vida miserable y vaga los exime de todo. Dados al vino y a un asqueroso desaseo, y durmiendo en pajares y cuadras mezclados y revueltos unos con otros, no conocen la honestidad ni la decencia, y borradas del todo las santas impresiones del pudor, se dan sin reparo a los desórdenes más feos. De este estado de entera independencia y envilecimiento nacen precisamente la degradación de alma, y el abandono brutal con que se entregan a todos los vicios. De la mendiguez a la ratería y el robo no hay sino un paso, y otro del robo hasta el suplicio: ¿y cuántos no han parado en él o en los presidios que tuvieron su aprendizaje de mendigos? Los hijos toman de los padres esta vida corrompida y libre, y con ella la inmoralidad y la mentira. Y además de muchos inocentes a quienes la horfandad o la miseria arrastra o fija en ella, el empleo de los primeros contagia y precipita al pueblo, por sí mismo incapaz de ver su infeliz paradero, y que sin un freno poderoso será en muy pocos años un pueblo de pordioseros y vagabundos. De aquí el envilecimiento y deshonor de la nación, y su despoblación y su pobreza. Y ciertamente ¿qué deberá pensarse de nosotros al verse por todas partes estas cuadrillas de vagos andrajosos, que con sus alaridos, su palidez, sus importunidades nos persiguen sin cesar, golpean continuamente nuestros cerrojos, y en ninguna parte nos dejan respirar? ¿quién no tachará de insuficientes nuestra policía y nuestras leyes, que ven este mal y olvidan remediarlo, o por su debilidad no lo pueden hacer? ¿a quién no chocará el contraste monstruoso entre tanta lacería y nuestro carácter benéfico y pundonoroso, nuestra caridad y tanta desnudez? ¿O quién no creerá ver sobre un mismo suelo dos diferentes pueblos, uno de ciudadanos, y otro de siervos degradados? ¿quién en fin no se avergonzaría de tener en su casa, de ver en ella a todas horas un solo ser tan miserable? su presencia bastaría a dar a todos una tan infeliz cuan justa idea de ningún decoro, errada economía y degradación de carácter y sentimientos del primero, por más lucido y decente que se le viese. Lo mismo pues deberá pensarse de la gran familia, si prontamente no se remedia este gravísimo desorden: el interés y el honor nacional clamarán sin cesar por tan saludable providencia."

(Juan Meléndez Valdés, ""Fragmentos de un discurso sobre la mendiguez. Dirigido a un Ministro en el año de 1802 desde la ciudad de Zamora, con ocasión de darle gracias por haber conseguido de él una orden para que fueran admitidos en aquel Hospicio diez niños desvalidos que había recogido el autor", 1802.)

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