Un curioso tratado bajomedieval, de rabiosa misantropía, fue el redactado por la mano del infame papa Inocencio III, ustedes saben, roca de una Iglesia autoritaria y burocrática, pretendido reformador del apostolado por dar cobijo a Francisco de Asís en el seno eclesial, instigador de la inquisitorial furia contra los herejes y, entre otras viles gestas, responsable último de la cruel cruzada albigense, escrito antes de ser uncido como vicario terrestre de Cristo, cuando contaba con alrededor de treinta y cinco años, entre 1194 y 1195: "De contemptu mundi sive de miseria humanae conditionis". Un título no demasiado sutil: el desprecio del mundo o la miseria de la condición humana. Pretendía resultar, según sus propias palabras, un tratado ascético-moral que conminara al lector a dejar de lado la soberbia, pecado capital, 'cabeza de todos los vicios'. Son tres libros, plagados de erudición bíblica. El primero es una magistral exposición, realmente impactante, de la corrupción del cuerpo humano, qué duda cabe de que puede llegar a ser sumamente desagradable, el segundo es un sermón soporífero, alimento espiritual para straight edges, y el tercero una colérica meditación visionaria sobre la muerte, la parusía y el infierno, que allí, a padecer eternamente entre las llamas del fuego que jamás se extingue, seremos condenados en el implacable Juicio Final del sapientísimo Dios Nuestro Señor. Amén.
"'¿Quién dará a mis ojos una fuente de lágrimas' (Jer. IX), para llorar el ascenso miserable de la repetida condición humana y la salida condenable de la disolución humana? Pues consideré con lágrimas de qué está hecho el hombre: qué hace el hombre, qué hará. Formado sanamente de la tierra, concebido en la culpa, nacido para el dolor, vuelve depravadas las cosas no permitidas, feas las que son decentes, vanas las ordenadas, convierte el alimento en fuego, las comidas en gusanos, es una masa de putrefacción. Lo expondré más plenamente, lo diré con más claridad. El hombre está formado de polvo, fango y cenizas; y lo que es más vil, de semen inmundísimo; concebido en la comezón de la carne, en el fervor de la libido, en la pestilencia de la lujuria y lo que más deprimente, en la mancha del pecado. Nacido para el trabajo, el dolor y el temor y lo que es más miserable, para la muerte. Hace lo depravado, ofendiendo a Dios, al prójimo, a sí mismo; actúa torpemente haciendo sucia la fama, la conciencia, la persona. Convierte en vanas las cosas serias, útiles y necesarias. El alimento lo vuelve fuego que siempre quema y arde hasta extinguirse. Las comidas se trasforman en gusanos, que siempre roen y comen sin parar. Es una masa de putrefacción que siempre hiede y es suciedad horrible."
(Inocencio III, "El desprecio del mundo o la miseria de la condición humana", entre 1194 y 1195.)
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