Unas páginas célebres de Salustio: el discurso de Mario a la asamblea popular tras ser elegido cónsul. Era el año 107 antes de Cristo, durante la enquistada guerra contra el reyezuelo africano Yugurta, albor del desgarrador siglo primero, el que será último, de la República romana. La guerra civil entre 'optimamtes' y 'populares' retornaba con crudeza. Una nobleza envilecida, perezosa, henchida de un orgullo estúpido sólo sustentado en la conciencia de su linaje, se mostraba más preocupada por alimentar la vacuidad corrupta de sus placeres que por dirigir correctamente, para beneficio común, las tareas del Estado. Roma se envileció tras la destrucción de Cartago, perdió de vista la obra colectiva que puso los cimientos de su grandeza. Los 'homo novus', personificados en la figura de Mario, herederos de la virtud de los antiguos romanos, practicantes de las costumbres de los ancestros que hicieron ejemplar a Roma, 'mos maiorum', representaron para un Salustio tan crítico como moderado, la salida a la corrosiva crisis de la República romana, que tantas guerras civiles concatenó, hasta la capciosa formación del Imperio. 'Pax augusta'.
"Yo sé bien, romanos, que la mayoría se comporta de forma diferente mientras esperan de vosotros que les confiéis el poder a como lo ejercen más tarde, cuando ya lo han conseguido; antes se muestran dinámicos, humildes, mesurados; después se dejan llevar por la molicie y la soberbia. A mí me parece que hay que actuar al revés. Porque, en efecto, siendo la República toda de mayor valor que el consulado o la pretura, debe ponerse mayor interés en gobernarla que en conseguir estos cargos.
No se me oculta la gran responsabilidad que habéis echado sobre mis espaldas con vuestra enorme benevolencia. Preparar la guerra sin vaciar las arcas públicas, forzar a ir al servicio militar a quienes no querríais hacer daño, ocuparse de todos los asuntos internos y del exterior, y hacerlo rodeado de envidias, zancadillas e intrigas es, romanos, más duro de lo que a primera vista parece.
Se añade a esto que a los demás, cuando cometen alguna falta, su rancia nobleza, las hazañas de sus antepasados, las riquezas de sus parientes y afines, el gran número de sus clientes, todo ello los avala; en cambio yo tengo puestas todas las esperanzas única y exclusivamente en mí mismo, esas esperanzas que han de salvaguardarse con la honradez y el recto proceder, pues el resto de mis recursos carece de consistencia. Y de una cosa soy consciente, romanos, de que todos tienen sus ojos puestos en mí, los hombres buenos y honrados me apoyan, porque mis servicios son útiles para la República, y la nobleza está buscando una ocasión para levantarse contra nosotros. Por ello tendré que luchar con mayor energía para que vosotros no caigáis en sus manos, y que ellos queden defraudados.
Desde mi niñez hasta hoy he sido un hombre acostumbrado a soportar todas las fatigas y peligros. Y si antes de tener vuestro favor lo hacía sin esperar ninguna recompensa, no pienso, romanos, dejar de hacerlo después de haber recibido de vosotros mi paga. Para aquellos que fingen ser honestos sólo durante la presentación de su candidatura les resulta difícil mantenerse moderados en el ejercicio de sus funciones; pero para mí, que he pasado toda la vida practicando escrupulosamente la virtud, proceder con rectitud es, gracias a la costumbre, un hábito natural.
[...] Ahora pues, romanos, ponednos frente a frente a mí, un hombre nuevo, y a ellos con su arrogancia. Lo que ellos saben por haber escuchado a los maestros o por haberlo leído, yo lo he presenciado, en parte, y el resto lo he realizado personalmente; lo que ellos han aprendido en los libros, yo lo he aprendido en los campos de batallas. Juzgad ahora qué valen más, si su palabras o mis obras. Ellos me desprecian por ser un advenedizo, yo a ellos, por cobardes; a mí me echan en cara mi origen humilde, yo a ellos sus infamias. Pienso que todos somos por nacimiento absolutamente iguales, y que quienes hacen mayores obras son los que demuestran tener de verdad mejor linaje. [...]
Me envidian por la magistratura que ocupo; pues deberían envidiarme también por el trabajo, por la honradez y por los peligros a que me he expuesto, ya que gracias a éstos he recibido aquélla. Pero como son hombres hinchados de orgullo van por la vida como si despreciaran los cargos que vosotros otorgáis; pero aspiran a ocuparlos, como si fueran ciudadanos dignos. Se equivocan, por cierto, al buscar al mismo tiempo dos cosas opuestas, disfrutar de una vida cómoda y recibir la recompensa del esfuerzo.
[...] No me expreso en un lenguaje muy elegante, pero poco importa. Mis actos de valor hablan por sí mismos; ellos, en cambio, tienen que echar mano de la retórica para tapar con palabras su vergonzosas acciones. Tampoco he estudiado literatura griega; me atraía poco su estudio, cuando veía que a quienes la enseñaban no les servía en absoluto para hacerse mejores. Pero sí he aprendido una ciencia que es con mucho la más útil a nuestra patria: asestar un golpe al enemigo, hacer una guardia, temer solamente que puedan llamarme cobarde, soportar el frío y el calor, dormir en el suelo, pasar a un tiempo hambre y cansancio. Esta es la ciencia que le voy a enseñar a mis soldados; no los voy a tratar a ellos con rigor y a mí con regalo, ni voy a intentar cubrirme de gloria a costa de sus fatigas. Así como se ejerce el mando en interés de la patria y de los ciudadanos. Pues tratarse a uno con delicadeza y obligar al ejército a una excesiva disciplina, eso es propia de un tirano, no de un general [...]
Pero ¿por qué no? Que sigan haciendo lo que les gusta, lo que tienen en tanta estima: que se enamoren, que beban. que pasen la vejez como pasaron la juventud, de banquete en banquete, entregados a satisfacer a su estómago y a las partes más bajas de su cuerpo; que el sudor, el polvo y cosas como esas nos las dejen a nosotros, que gozamos más con esto que con sus comilonas. Pero tampoco está conformes así. Porque, una vez que sean envilecido con sus infamias, estos desvergonzados se lanzan contra la gente honesta para arrebatarle la recompensa de sus esfuerzos. Y así, contra toda justicia, la lujuria y la molicie, dos vicios detestables, no hacen ningún daño a quienes los fomentan, pero a la República, que no tiene culpa de nada, le acarrean la ruina.
[...] Por eso vosotros, los que estáis en edad militar, unid vuestras fuerzas a las mías y defended la causa de la República, y que ninguno se acobarde porque otros fueran derrotados o porque los generales los trataran con despotismo. Yo mismo estaré a vuestro lado como guía y a la vez como compañero en los peligros, tanto en las marchas como en los combates; y siempre me daré a mí mismo el trato que os dé a vosotros. Y estad seguros de que, con la ayuda de los dioses, todo está ya al caer: la victoria, el botín y la gloria. Y aunque estas tres cosas estuvieran en duda o se vieran lejanas, un buen ciudadano debería acudir igualmente a defender su patria. Porque nadie se ha hecho inmortal por ser cobarde, y ningún padre ha querido que sus hijos sean eternos, sino que se conduzcan como hombres cabales y honrados.
Os diría más cosas, romanos, si mis palabras alentaran a los que sienten miedo; a los valientes creo que ya les he dicho bastante."
(Salustio, "Guerra de Jugurta", 40-41 a.C.)
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