Aquella ciudad que no conozco, que añoro, que sólo me ha sido legada por las historias de nuestros mayores que obran su alquimia en una imaginación bullente, ¿ha existido de verdad, alguna vez, esa ciudad? El libro es un relato precioso, elegante, denso, melancólico, de la Barcelona de la década de los setenta, 'Nos inventábamos la ciudad, aunque no sin plantilla. Buscábamos en ella otras ciudades posibles para escapar de la nuestra'. La furia de las calles, el calor de los bares, el deseo en expansión. Salvador Puig Antich, Ocaña, Leopoldo Maria Panero. El Sexo, el Amor, y la Poesía, 'Ante todo, sobre todo y después de todo éramos poetas. Nada era descifrable sin la poesía; nada era digno de ser vivido sin la poesía', y la Música, 'Yo no escuchaba música; yo era la música que escuchaba. Vivia en ella como ella vivía en mí. La música era el lenguaje y ese lenguaje desconocía identidades: era la identidad. La vida empezaba para todos nosotros y todos teníamos una lengua común. No había ocurrido nunca: que la música usurpara el lugar de cualquier otro lenguaje. La vida empezaba para todos nosotros y la música sostenía sus muros, pautaba nuestro día". Un libro que marca mi línea genealógica, la derrota y el cansancio en los que me reconozco, la búsqueda de la belleza en el dominio de la literatura, la melomanía como única patria conocida. La Barcelona, la Donosti, el Logroño, el Madrid, el Bilbao en los que querría haber vivido, ciudades en las que, más como comediante de una farsa que como héroe de una tragedia, he vivido. Maldición, lo he leído con un nudo en la garganta, que no ha conseguido contener la lágrima en alguno de los pasajes más hermosos, o más crueles.
"Pero sí que ocurrió: de repente el dinero fue cool, la medida de todas las cosas, el metro de platino iridiado. El arte, una prenda de vestir, y las palabras, otra forma de la mentira. Una nueva corte de los milagros. Se institucionalizó el engaño y quienes hablaban de verdad lo hacían también con engaño. Recordé la frase de mi amigo: 'Cuando entró la droga, entró la mentira'. Pero no era sólo eso. Había más y su larva se había incubado antes. Los artistas se hicieron mercaderes y siervos de los nuevos ricos, que los sentaban a su mesa como adquirían un jarrón chino. El poder, por pequeño que fuera -y todo eran poderes pequeños y a todos se miraba como si fueran faraónicos-, se convirtió en un imán. Y el olvido en un ansiolítico. La coherencia era un estorbo, la deslealtad, una costumbre. La vida empezaba cada día, como si el ayer no existiera. Sin pasado se vivía mejor. Un presente continuo. No había que mirar nunca atrás. Allí sólo vivían los muertos y los que se habían quedado a la intemperie, como sombras tocando el sitar en la terraza de un café'.
(José Carlos Llop, "Reyes de Alejandría", 2015.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario