domingo, 30 de diciembre de 2018

Simone Weil, "La condición obrera" [1934-1942]

"Cuando pienso que los grrrandes [sic] jefes bolcheviques pretendían crear una clase obrera 'libre' y que seguramente ninguno de ellos -Trotski seguro que no y Lenin creo que tampoco- había puesto los pies en una fábrica y por consiguiente no tenía la más ligera idea de las condiciones reales que determinan la servidumbre o la libertad de los obreros... la política me parece una broma siniestra."


La más lúcida, detallada, sensible y desazonadora experiencia de lo que significa ser una obrera queda expuesta en "La condición obrera" de Simone Weil, una coleccion de textos, diario de fábrica, cartas a compañeras y análisis brillantes, que da inolvidable testimonio de su paso por varias fábricas francesas en la década de los treinta del siglo pasado. ¿Una consigna central de las enseñanzas adquiridas?: 'La fábrica debería ser un lugar de alegría'. ¿Qué podría hacerse?: cambiar la naturaleza de los estímulos del trabajo, que el miedo al despido y la codicia del dinero dejen de ser los motivos esenciales del alma obrera; avivar la conciencia trabajadora de que hay algo que hacer, una determinada producción que se debe ejecutar que debe realizarse con esfuerzo, un sacrificio consciente vivido con inevitables intervalos de monotonía y aburrimiento; evitar el resentimiento y la envidia proletaria, el hastío de los movimientos simples exigidos por la adaptación a las máquinas, inventando nuevos artefactos manipulables por quien las use; otorgar al obrero una dimensión temporal, la conciencia del funcionamiento del conjunto de la fábrica, la previsión de una labor a emprender que con esfuerzo será cumplida, proyectando los jalones del merecido prestigio al cumplirse la tarea. Se trataría de hacer de una romántica utopía socialista una posible efectividad práctica.


"Si alguien venido de fuera, penetra en una de estas islas y se somete voluntariamente a la desgracia, por un tiempo limitado, pero lo bastante largo como para empaparse de ella, y ralata luego lo que ha experimentado, podrá discutirse fácilmente el valor de su testimonio. Se dirá que ha experimentado algo distinto de los que están ahí de manera permanente. Se tendrá razón si solo se ha dedicado a la introspección o si solo ha observado. Pero si, después de haber llegado a olvidar que viene de fuera, que volverá fuera, y se encuentra allí solamente como de viaje, compara continuamente lo que ha experimentado por sí mismo con lo que lee en los rostros, en las caras, en los ojos, los gestos, las actitudes, las palabras, en los sucesos pequeños y grandes, se crea en él un sentimiento de certidumbre, desgraciadamente difícil de comunicar. Los rostros contraídos por la angustia de la jornada que se ha de atravesar y la mirada dolorida en el metro por la mañana; el cansancio profundo, esencial, el cansancio del alma aún más que del cuerpo, que marca las actitudes, las miradas y el pliegue de los labios, por la tarde, a la salida; las miradas y las actitudes de animales enjaulados, cuando una fábrica, después del cierre anual de diez días, acaba de volver a abrir para un interminable año; la brutalidad difusa y que se encuentra casi en todas partes; la importancia concedida por casi todos a detalles, pequeños por sí mismos, pero dolorosos por su significado simbólico, tales como presentar una tarjeta de identificación al entrar; las jactancias detestables intercambiadas entre los rebaños concentrados ante las puertas de las oficinas de contratación, y que, por contraste, evocan tantas humillaciones reales; las palabras increíblemente dolorosas que a veces se escapan, como por descuido, de los labios de hombres y mujeres semejantes a todos los demás; el odio y el hastío de la fábrica, del lugar de trabajo, que las palabras y los actos muestran tan a menudo, que proyecta su sombra sobre la camaradería y empuja a los obreros y obreras, cuando salen, a apresurarse cada uno a su casa sin apenas cruzar una palabra; la alegría, durante la ocupación de las fábricas, de poseer la fábrica en su pensamiento, de recorrer sus partes, el orgullo completamente nuevo de mostrársela a los suyos y de explicarles dónde se trabaja, alegría y orgullos fugitivos que, por contraste, servían para expresar de una manera tan punzante los dolores permanentes del pensamiento acallado; todas las turbulencias de la clase obrera, tan miesteriosas para los espectadores, en realidad tan fáciles de comprender; ¿cómo desconfiar de todos estos signos, cuado al mismo tiempo que se los lee alrededor de uno se experimenta en sí mismo todas las sensaciones correspondientes?"

(Simone Weil, "Experiencia de la vida en la fábrica", entre 1934 y 1942, incluido en el volumen "La condición obrera".)

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