miércoles, 24 de abril de 2019

Gustavo Adolfo Bécquer, Rima XLII [1871]


Cuando me lo contaron sentí el frío
de una hoja de acero en las entrañas;
me apoyé contra el muro, y un instante
la conciencia perdí de dónde estaba.

Cayó sobre mi espíritu la noche,
en ira y en piedad se anegó el alma.
¡Y entonces comprendí por qué se llora,
y entonces comprendí por qué se mata!

Pasó la nube de dolor.... Con pena
logré balbucear breves palabras...
¿Quién me dio la noticia?... Un fiel amigo...
Me hacía un gran favor... Le di las gracias.

Un hombre recibe una brusca noticia, y conmovido, vacilante, se apoya en la pared y pierde momentáneamente la conciencia. Cada lector es, por unos instantes, ese transeúnte que en una calle del Madrid decimonónico, acaso concurrida, sabe una mala nueva. ¿Qué secreto fue desvelado? ¿Qué deslealtad urgía contar? Una infidelidad carnal, una traición amarga. Un golpe tan fuerte que, ahora, no antes, comprende por qué se mata, una puñalada tan fría que, ahora, no antes, comprende por qué se llora. No ha matado ni dice que haya que matar, no ha llorado, ni comprendía por qué lloraba a quien veía llorar. En aquel instante, pierde la conciencia del lugar en que se encuentra, la calle que le rodea, y siente ira y piedad: se mata por la ira, se llora por la piedad. Se da las gracias al amigo que tuvo el valor de contar una devastadora verdad.

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