"Y entonces, cuando el vecindario ya estaba sustituyendo su capacidad de asombro y de leyenda por la resignación y el olvido, y el asfalto ya había enterrado para siempre el castigado mapa de nuestros juegos de navaja en el arroyo de tierra apelmazada, y algunos coches en las aceras ya empezaban a desplazar a los mayores que se sentaban a tomar el fresco por la noche; cuando la indiferencia y el tedio amenazaban sepultar para siempre aquel rechinar de tranvías y de viejas aventis, y los hombres en la taberna no contaban ya sino vulgares historias de familia y de aburridos trabajos, cuando empezaba a flaquear en todos aquel mínimo de odio y de repulsa necesarios para seguir viviendo, regresaba por fin a su casa el hombre que, según el viejo Suau, más de uno en el barrio hubiese preferido mantener lejos, muerto o encerrado para siempre. Volvería a discutirse en la barbería y en la taberna su ideal político y sus supuestas traiciones al grupo activista que había comandado, su pasión oculta por su cuñada y su última fechoría, pero a nosotros seguía interesándonos lo mismo que la primera vez que oímos su nombre: su truncada carrera de púgil, en qué peso o categoría había peleado o la marca de su pistola."
(Juan Marsé, "Un día volveré", 1982)
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