Las brujas fueron acusadas simultáneamente de dejar impotentes a los hombres y de despertar pasiones sexuales excesivas en ellos; la contradicción es sólo aparente. En el nuevo código patriarcal que se desarrolló en concomitancia con la caza de brujas, la impotencia física era la contraparte de la impotencia moral; era la manifestación física de la erosión de la autoridad masculina sobre las mujeres, ya que desde el punto de vista «funcional» no había ninguna diferencia entre un hombre castrado y uno inútilmente enamorado. Los demonólogos miraban ambos estados con sospecha, claramente convencidos de que sería imposible poner en práctica el tipo de familia exigida por la prudencia burguesa emergente —inspirada en el Estado, con el marido como rey y la mujer subordinada a su voluntad, desinteresadamente entregada a la administración del hogar,— si las mujeres con su glamour y sus hechizos de amor podían ejercer tanto poder como para hacer de los hombres los súcubos de sus deseos.
La pasión sexual minaba no sólo la autoridad de los hombres sobre las mujeres —como lamentaba Montaigne, el hombre puede conservar su decoro en todo excepto en el acto sexual—, sino también la capacidad de un hombre para gobernarse a sí mismo, haciéndole perder esa preciosa cabeza donde la filosofía cartesiana situaría la fuente de la Razón. Por eso, una mujer sexualmente activa constituía un peligro público, una amenaza al orden social ya que subvertía el sentido de responsabilidad de los hombres y su capacidad de trabajo y autocontrol. Para que las mujeres no arruinaran a los hombres moralmente —o, lo que era más importante, financieramente— la sexualidad femenina tenía que ser exorcizada. Esto se lograba por medio de la tortura, de la muerte en la hoguera, así como también de las interrogaciones meticulosas a las que las brujas fueron sometidas, mezcla de exorcismo sexual y violación psicológica.”
(Silvia Federici, "Caliban y la bruja", 2004.)
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