lunes, 19 de agosto de 2019

Carl Theodor Dreyer, "Dies Irae" [1943]

La ley dictaba que las hijas de las brujas también tenían que arder en la hoguera, y Absalon, un viejo sacerdote protestante, accede a salvar a la hija de una mujer condenada a la pira, Anne, si la joven acepta casarse con él. Meret, la anciana madre, reticente hasta el fanatismo, desaprueba el matrimonio. Y cuando Martin, hijo de Absalon, regresa a la casa familiar para conocer a su bella madrastra, se enamora de ella, Anne, mujer de irresistible poder de seducción, y ambos comparten una hermosa relación prohibida, que acabará en la amarga traición de Martin que sentenciará a la bella bruja a la hoguera.


“Una acusación recurrente en los juicios por brujería era que las brujas llevaban a cabo prácticas sexuales degeneradas, centradas en la copulación con el Diablo y en la participación en orgías que supuestamente se daban en el aquelarre. Pero las brujas también eran acusadas de generar una excesiva pasión erótica en los hombres, de modo que a los hombres atrapados en algo ilícito les resultaba fácil decir que habían sido embrujados o, a una familia que quería poner término a la relación de un hijo varón con una mujer que desaprobaban, acusar a ésta de ser bruja.
Las brujas fueron acusadas simultáneamente de dejar impotentes a los hombres y de despertar pasiones sexuales excesivas en ellos; la contradicción es sólo aparente. En el nuevo código patriarcal que se desarrolló en concomitancia con la caza de brujas, la impotencia física era la contraparte de la impotencia moral; era la manifestación física de la erosión de la autoridad masculina sobre las mujeres, ya que desde el punto de vista «funcional» no había ninguna diferencia entre un hombre castrado y uno inútilmente enamorado. Los demonólogos miraban ambos estados con sospecha, claramente convencidos de que sería imposible poner en práctica el tipo de familia exigida por la prudencia burguesa emergente —inspirada en el Estado, con el marido como rey y la mujer subordinada a su voluntad, desinteresadamente entregada a la administración del hogar,— si las mujeres con su glamour y sus hechizos de amor podían ejercer tanto poder como para hacer de los hombres los súcubos de sus deseos.
La pasión sexual minaba no sólo la autoridad de los hombres sobre las mujeres —como lamentaba Montaigne, el hombre puede conservar su decoro en todo excepto en el acto sexual—, sino también la capacidad de un hombre para gobernarse a sí mismo, haciéndole perder esa preciosa cabeza donde la filosofía cartesiana situaría la fuente de la Razón. Por eso, una mujer sexualmente activa constituía un peligro público, una amenaza al orden social ya que subvertía el sentido de responsabilidad de los hombres y su capacidad de trabajo y autocontrol. Para que las mujeres no arruinaran a los hombres moralmente —o, lo que era más importante, financieramente— la sexualidad femenina tenía que ser exorcizada. Esto se lograba por medio de la tortura, de la muerte en la hoguera, así como también de las interrogaciones meticulosas a las que las brujas fueron sometidas, mezcla de exorcismo sexual y violación psicológica.”

(Silvia Federici, "Caliban y la bruja", 2004.)

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