domingo, 4 de agosto de 2019

Simone Weil, "Reflexiones sobre la guerra" [1933]

Es una conclusión firme, de amplias consecuencias, que Simone Weil argumentó en la revista francesa 'La Critique Sociale', en 1933: la guerra es la tumba de la revolución. Se detenía en las evoluciones nefastas de dos hitos de la historia humana moderna: la Revolución Francesa y la Revolución Rusa. De Robespierre a Napoleón, de Lenin a Stalin. ¿No está implícita ya en Marx la crítica al jacobinismo? Como el eminente barbudo, Simone Weil reivindica la experiencia de La Comuna de París, batalla sin ejército convencional aplastada cruelmente por la reacción. ¿Entonces, una aporía? El propio mecanismo de la lucha militar, exigida para vencer los golpes asesinos de los ejércitos blancos, obligará a constituir un convencional ejército rojo, cuya lógica militar lo situará en la vanguardia de la contrarrevolución. La última experiencia que ratifica su exposición, la tenemos en la guerra civil Siria, en el rápido desvanecimiento, parejo a las progresivas exigencias de un enfrentamiento bélico de extremada crueldad, sectario e internacional, de las aspiraciones más nobles de los revolucionarios de marzo de 2011.


"La historia de la Revolución rusa proporciona exactamente las mismas enseñanzas y con una analogía sorprendente. La Constitución soviética ha tenido idéntica suerte que la Constitución de 1793; Lenin abandonó sus doctrinas democráticas para establecer el despotismo de un aparato de Estado centralizado, igual que Robespierre, y fue de hecho el precursor de Stalin;como Robespierre lo fue de Bonaparte. La diferencia es que Lenin, que, por otra parte, había preparado desde hacía tiempo esa dominación del aparato del Estado forjando un partido fuertemente centralizado, deformó más tarde sus propias doctrinas para adaptarlas a las necesidades del momento; así no fue guillotinado y sirvió de ídolo a una nueva religión de Estado. La historia de la Revolución rusa es tanto más sorprendente cuanto que la guerra constituye su problema central. La revolución fue hecha contra la guerra por soldados que, sintiendo que el aparato gubernamental y militar se descomponía por encima de ellos, se apresuraron a sacudirse un yugo intolerable. Kerensky, invocando con sinceridad involuntaria, debida a su ignorancia, los recuerdos de 1792, apeló a la guerra exactamente por los mismos motivos que antaño los girondinos; Trotsky ha mostrado admirablemente cómo la burguesía, contando con la guerra para aplazar los problemas de política interior y colocar de nuevo al pueblo bajo el yugo del poder del Estado, quería transformar 'la guerra hasta el agotamiento del enemigo en una guerra para el agotamiento de la revolución'. Los bolcheviques llamaban entonces a luchar contra el imperialismo; pero era la misma guerra, no el imperialismo, la que estaba en cuestión, y ellos lo vieron cuando, una vez en el poder, se vieron obligados a firmar la paz de Brest-Litovsk. El antiguo ejército estaba entonces descompuesto y Lenin había repetido, siguiendo a Marx, que la dictadura del proletariado no puede implicar ni ejército, ni policía, ni burocracia permanentes. Pero los ejércitos blancos y el temor a la intervención extranjera no tardaron en poner a toda Rusia en estado de sitio. El ejército fue entonces reconstruido, se suprimió la elección de oficiales y treinta mil oficiales del antiguo régimen fueron reintegrados a sus cuadros, al tiempo que se restablecían la pena de muerte, la antigua disciplina y la centralización; paralelamente, se reconstruían la burocracia y la policía. Se sabe muy bien lo que este aparato militar, burocrático y policial ha hecho después del pueblo ruso.
La guerra revolucionaria es la tumba de la revolución y lo seguirá siendo mientras no dé a los propios soldados, o más bien a los ciudadanos armados, el medio de hacer la guerra sin aparato dirigente, sin presión policial, sin jurisdicción de excepción, sin penas para los desertores. La guerra se hizo así una vez en la historia moderna, a saber, en la Comuna [de París]; y no se ignora cómo terminó. Parece que una revolución comprometida en una guerra no tenga más elección que sucumbir bajo los golpes asesinos de la contrarrevolución, o transformarse ella misma en contrarrevolución por el propio mecanismo de la lucha militar. Las perspectivas de revolución parecen entonces muy limitadas, pues ¿puede una revolución evitar la guerra? Es, sin embargo, por esta débil posibilidad por la que hay que apostar, o abandonar toda esperanza. El ejemplo está ahí para instruirnos. Un país avanzado no encontraría, en el caso de la revolución, las dificultades que en la Rusia atrasada sirven de base al régimen bárbaro de Stalin; pero una guerra de cualquier envergadura suscitaría otras por lo menos equivalentes."

(Simone Weil, "Reflexiones sobre la guerra", 1933.)

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