jueves, 16 de mayo de 2019

Émile Zola, "Germinal" [1885]


El fracaso de la huelga en La Voreux, una mina devoradora de hombres y mujeres al norte de Francia. Las condiciones de vida miserables hacen a los mineros miserables. Sólo una visión profética, la promesa de una edad de oro tras el sacrificio de la gran batalla, otorga la débil esperanza de poner fin a unas opresivas circunstancias sociales. Será la huelga, la cruenta huelga de los mineros, la lucha colectiva y ruda contra los propietarios y sus lacayos, ¿cómo construir la unidad proletaria que se mantenga férrea cuando arrecien las más violentas y elementales necesidades fisiológicas?, sin dinero no hay pan y sin pan la fuerza del hambre impera, la disciplina flaquea, un impulso agónico que clama claudicar se intensifica. La novela es terrible, una desasosegante exposición del medio brutal en el que los mineros desarrollan su existencia, bestias incapaces de superar su sucia condición, que consideran la bondad una debilidad o un lujo burgués; en aquel pueblo no tiene cabida el afán de perfeccionamiento moral, práctica privilegiada de quienes nacieron en familia holgada, los aspirantes a predicadores que enmascaran su arrogancia en visiones paradisiacas y que altaneros visitan con sus vanas pretensiones los hogares de los condenados a la disciplina industrial. Las pasiones se desatan feroces, el trato es desapacible y brusco, la violencia continuada y fatal. Y la huelga es un destello de tensa esperanza, un rudo empujón que resquebraja la sociedad por un instante, que sea por aumentar el salario y ralentizar los ritmos de trabajo, que ojalá germine como la posibilidad de establecer otras relaciones humanas, radicalmente humanas. Si caemos en la amargura aristócrata de Souvarine, en el absurdo desprecio hacia los mineros, un inútil sufrimiento de alma resentida con la bestialidad circundante, la derrota será definitiva.

"¡Bobadas!... ¡Con sus bobadas nunca saldrán adelante!
Luego, bajando más todavía la voz, explicó en frases amargas su antiguo sueño de fraternidad. Había renunciado a su rango y a su fortuna, sólo se había unido a los obreros con la esperanza de ver nacer por fin aquella sociedad nueva del trabajo en común. Todos los 'sous' de sus bolsillos habían ido pasando a los chiquillos del poblado, se había mostrado con los carboneros de una ternura de hermano, sonriendo a su desconfianza, conquistándolos con su aire tranquilo de obrero cumplidor y poco charlatán. Pero, decididamente, aquella fusión no se hacía, seguía siendo extraño para ellos, con su desprecio de todos los vínculos, su voluntad de mantenerse firme, al margen de las vanidades y placeres. Y desde por la mañana estaba excitado, sobre todo por la lectura de un suceso que aparecía en los periódicos.
Su voz cambió, sus ojos se iluminaron, se clavaron sobre Étienne, y se dirigió directamente a él.
- ¿Comprendes tú esto? Esos sombrereros de Marsella que han ganado el premio gordo de cien mil francos, y que inmediatamente han comprado renta, declarando que en adelante vivirán sin hacer nada... ¡Sí, esa es vuestra idea, la de todos vosotros, los obreros franceses, encontrar un tesoro para luego comerlo a solas, en un rincón de egoismo y holgazanería! Por más que gritéis contra los ricos, os falta valor para dar a los pobres el dinero que la fortuna os envía... Nunca seréis dignos de la felicidad, mientras tengáis algo vuestro, y mientras vuestro odio a la burguesía proceda únicamente de vuestra necesidad rabiosa de ser burgueses en su puesto.
Rasseneur se echó a reír, la idea de que los dos obreros de Marsella habrían debido renunciar al premio gordo le parecía estúpida. Pero Souvarine palidecía, su cara descompuesta se volvía horrible, inundada por esas cóleras religiosas que exterminan a los pueblos. Gritó:
- Todos seréis segados, derribados, echados al pudrirero. Ha de nacer quien aniquile vuestra raza de cobardes y gozadores. Y, mirad, aquí están mis manos, mis manos podrían hacerlo, cogerían la tierra así, la sacudirían hasta convertirla en migajas, para que todos quedéis bajo los escombros."

(Emile Zolá, "Germinal", 1885.)

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