No sé si tienen nociones de un género literario exitoso en aquel no tan lejano siglo XVI: la novela pastoril. La obra cumbre fue aquella que le dio inicio, "La Diana", del portugués Jorge de Montemayor, una obra que tuvo sus continuaciones, que llevó al límite de exaltación una larga tradición literaria que se remontaba al siglo III antes de Cristo, con Teócrito, y que tenía sus insoslayables hitos literarios en las "Bucólicas" de Virgilio, en la "Arcadia" de Jacopo Sannazaro, en las églogas de Garcilaso de la Vega. En el siglo XVI, los pastores invadían con las letanías de sus continuas quejas los campos caballerescos, y en sus idílicos enredos, inmersos en una indeclinable bondad bucólica, los pastorcitos hacían sonar caramillas y zampoñas, mientras en su soledad, bordeando la desesperación, cantaban las tristezas de sus amores desdeñados, unas tristezas que con deferencial cuidado una naturaleza amable suavizaba. Ya en otra obra, "La Galatea", Cervantes pervirtió las reglas del juego pastoril. Pero fueron la Marcela y el Grisóstomo de "El Quijote", los pastores que brillaron en la memoria de las gentes lectoras de los lustros posteriores: Marcela no se enamora, es una pastora que no se enamora, y Grisóstomo, Grisóstomo es el pastorcito pelma que incapaz de soportar las continuas calabazas, acaba suicidándose.
"Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera, que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura, y por el amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir: 'Quiérote por hermosa: hasme de amar aunque sea feo'. Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos; que no todas hermosuras enamoran: que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar; porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien?"
(Miguel de Cervantes, "Primera parte del ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha", 1605.)
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