"Y quemamos y saqueamos, porque habíamos elegido la pobreza como ley universal y teníamos derecho a apropiarnos de las riquezas ilegítimas de los demás, y queríamos desgarrar el centro mismo de la trama de avidez que cubría todas las parroquias, pero nunca saqueamos para poseer, ni matamos para saquear: matábamos para castigar, para purificar a los impuros a través de la sangre. Quizás estábamos poseídos por un deseo inmoderado de justicia; también se peca por exceso de amor a Dios, por sobreabundancia de perfección. Éramos la verdadera congregación espiritual, enviada por el señor y reservada para la gloria de los últimos tiempos. Buscábamos nuestro premio en el paraíso anticipando el tiempo de vuestra destrucción. Sólo nosotros éramos los apóstoles de Cristo, todos los otros le habían traicionado. Y Gherardo Segalelli había sido una planta divina, 'planta Dei pullulans in radice fidei'. Nuestra regla procedía directamente de Dios, ¡no de vosotros, perros malditos, predicadores mentirosos que vais esparciendo olor a azufre y no a incienso, perros inmundos, carroña podrida, cuervos, siervos de la puta de Aviñón, condenados a la perdición eterna! Entonces yo creía, y hasta nuestro cuerpo se había redimido, y éramos las espaldas del Señor, y para poder mataros a todos lo antes posible había que matar incluso a otros que eran inocentes. Queríamos un mundo mejor, de paz y afabilidad, y la felicidad para todos; queríamos matar la guerra que vosotros traíais con vuestra avidez. ¿Por qué nos reprocháis la poca sangre que debimos derramar para imponer el reino de la justicia y la felicidad? Lo que pasaba... lo que pasaba era que no se precisaba mucha, no había que perder tiempo, e incluso valía la pena enrojecer toda el agua del Carnasco, aquel día en Stavello, también era sangre nuestra, no la escatimábamos, sangre nuestra y sangre vuestra, lo mismo daba, pronto, los tiempos de la profecía de Dulcino urgían, había que acelerar la marcha de los acontecimientos..."
(Umberto Eco, "El nombre de la rosa", 1980.)
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