Abandonen sus fútiles lamentos, dejen de afligirse por sus torpes manejos, no estimulen el disgusto de sus confidentes, y centren su atención en la alianza entre los malvados aristócratas del arte de la seducción: el conde de Valmont, y la superior Marquesa de Merteuil. ¿Conocen la obra de Choderlos de Laclos? Así inicia la 'Historia de la sexualidad' nuestro calvo favorito, Michel Foucault, 'Durante mucho tiempo habríamos soportado, y padeceríamos aún hoy, un régimen victoriano. Una inmensa gazmoñería figuraría en el blasón de nuestra sexualidad contenida, muda, hipócrita. Todavía a comienzos del siglo XVII era moneda corriente, se dice, cierta franqueza. Las prácticas no buscaban el secreto; las palabras se decían sin excesiva reticencia, y las cosas sin demasiado disfraz; se tenía una tolerante familiaridad con lo ilícito. Los códigos de lo grosero, de lo obsceno y de lo indecente, si se los compara con los del siglo XIX, eran muy laxos.' ¿Qué presión social puritana, asfixiante honra femenina, espolea este refinado juego de apariencias, las intrigas palaciegas que trazan la triste línea divisoria entre libertinos, y sus rencores, venganzas, astucias, y víctimas, con sus ingenuidades, impericias y mojigaterías? ¿De dónde surge ese celo por conservar el espectro de la reputación ante una caterva de estúpidos cotillas? ¿Podrá la fortaleza erguirse por encima del tumulto creado por los chismes de una pazguatería rampante? Permítanme loar a aquella bendita profesora de literatura francesa que me guió en la lectura de 'Les Liaisons Dangereuses', supo transmitir su admiración por la Marquesa de Merteuil: autodidacta maestra del engaño, implacable azote de galanes, pérfida actriz de amor. Una arpía de ensueño.
"Empezaba a cansarme de mis rústicos placeres, demasiado monótonos para una cabeza activa; sentía una necesidad de coquetear que me reconcilió con el amor; en verdad que no para sentirlo, sino para inspirarlo y fingirlo. En vano me habían dicho y había leído yo que no se podía fingir dicho sentimiento; veía yo, sin embargo, que para conseguirlo bastaba con sumar, al ingenio del escritor, el talento del comediante. Me ejercité en ambos géneros y quizá con cierto éxito: mas, en lugar de perseguir los vanos aplausos del teatro, resolví emplear para mi felicidad lo que tantos sacrificaban a la vanidad."
(Pierre Choderlos de Laclos, "Las amistades peligrosas", 1782)
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